Despuntaba un martes turbio. No tuve valor para dormir solo al término de la jornada opresiva, y empujé la puerta de la casa de María Alejandrina Cervantes por si no había pasado el cerrojo. Los calabazos de luz estaban encendidos en los árboles, y en el patio de baile había varios fogones de leña con enormes ollas humeantes, donde las mulatas estaban tiñendo de luto sus ropas de parranda. Encontré a María Alejandrina Cervantes despierta como siempre al amanecer, y desnuda por completo como siempre que no había extraños en la casa. Estaba sentada a la turca sobre la cama de reina frente a un platón babilónico de cosas de comer: costillas de ternera, una gallina hervida, lomo de cerdo, y una guarnición de plátanos y legumbres que hubieran alcanzado para cinco.
Comer sin medida fue siempre su único modo de llorar, y nunca la había visto hacerlo con semejante pesadumbre. Me acosté a su lado, vestido, sin hablar apenas, y llorando yo también a mi modo. Pensaba en la ferocidad del destino de Santiago Nasar, que le había cobrado 20 años de dicha no sólo con la muerte, sino además con el descuartizamiento del cuerpo, y con su dispersión y exterminio. Soñé que una mujer entraba en el cuarto con una niña en brazos, y que ésta ronzaba sin tomar aliento y los granos de maíz a medio mascar le caían en el corpiño. La mujer me dijo: «Ella mastica a la topa tolondra, un poco al desgaire, un poco al desgarriate». De pronto sentí los dedos ansiosos que me soltaban los botones de la camisa, y sentí el olor peligroso de la bestia de amor acostada a mis espaldas, y sentí que me hundía en las delicias de las arenas movedizas de su ternura. Pero se detuvo de golpe, tosió desde muy lejos y se escurrió de mi vida.
-No puedo -dijo-: hueles a él.
No sé si sea mi absurda manía de relacionar las cosas, pero este texto me ha perseguido desde hace tiempo, vamos, hasta me lo sé de memoria...
Es difícil encarar la muerte de una persona medianamente cercana, donde compartiste banalidades y lo más burdo del ser. Sin embargo, así como el narrador, sentí que despuntaba un martes turbio, y pensaba en la ferocidad del destino que le había cobrado sus años de dicha no sólo con la muerte, también con la forma de la misma. Lloré a mi modo, y creo que él sabe que a pesar de que no terminamos del todo cordial, le tuve un gran aprecio y espero que esté en un lugar mejor.
Hasta pronto, A.
1 comment:
Comer sin medida fue siempre su único modo de llorar, y nunca la había visto hacerlo con semejante pesadumbre. ---- al igual que ella... ese modo de llorar es liberador.
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